domingo, 24 de julio de 2011

VEINTISIETE AÑOS



Son muchos quienes gustan de cubrir del pan de oro de la leyenda toda la sórdida miseria que rodea a las estrellas casi siempre fugaces de la música. Son muchos, también, quienes se apresuran a otorgar la palma del martirio a quienes, incapaces de escapar a la presión de una gira o la soledad de un cuarto de hotel, se echan en manos del "amigo" que pone en su mano esa pastilla, esa papelina, que obrarán el milagro de abrirle la puerta de emergencia y descubren -tarde, por supuesto- que al otro lado no hay nada más que más soledad y muerte.
A estas horas, todos ellos, yo mismo andamos dándole vueltas a una cifra, "27", para escribirla en su epitafio. Los veintisiete años que tenía cuando ayer dejo de sufrir, los mismos que tenía Brian Jones, el que, dicen, era más brillante de los Rolling Stones, cuando apareció muerto en su piscina. Los mismos que tenía cuando murió de una sobredosis aquella sublime Janis Joplin que unos meses antes, desde la altura que dan la gloria y la soberbia, regaló unos minutos de sexo a un entonces casi desconocido Leonard Cohen, en alguna habitación del "Chelsea Hotel", porque no había podido conseguir al hermoso Jim Morrison. Los mismos 27 que alcanzó a vivir Jimi Hendrix el mulato con sangre india en sus venas que tuvo que marcharse a Londres a asombrar con la magia de su guitarra al Olimpo de los genios del rock, para conseguir la atención de sus compatriotas. Los mismos veintisiete que no quiso sobrepasar Kurt Cobain, el líder de Nirvana, que puso letra y música a la desesperanza de los hijos de la perfecta sociedad de Seattle.
Veintisiete años no es una cifra mítica. Ni siquiera es el resultado de una ecuación en la que la gloria, la juventud, el éxito, la soledad y las drogas se combinan para resolverse en muerte. Otros muchos han muerto mucho antes -James Dean, por ejemplo- y otros lo han hecho después. Veintisiete años es una casualidad. Lo que realmente les une es la soledad, ese medio al fracaso que sólo puede sentirse desde lo más alto de las listas y la amargura de no sentirse libres, justo a esa edad en que más se necesita la libertad.
Es el peso de las cadenas de la gloria. Bonnie Raitt, una mujer felizmente madura que también alcanzó el éxito muy joven, contaba, después de salir de las garras del alcohol, que, durante un tiempo, tenía tanto pánico al escenario que, para salir a cantar, necesitaba beber tanto vodka como para olvidarse del público que tenía delante, sin olvidar las letras de las canciones.
Me ha dolido esta última muerte, porque me encantaba su música. Recuerdo que, cuando cayó en mis manos su "Back to black" y, sobre todo, ese DVD de su glorioso concierto en un teatro -creo que de Londres-, no hacía otra cosa que enseñárselos a todo el mundo. Esa forma de cantar era única. Era una vuelta a las esencias del soul, pero auténtica y llena de frescura. Por eso me dolía cuando, después de haber sido ignorada paso a ser una especie de amargo payaso, tan habitual en los programas del corazón como la excéntrica Paris Hilton. Pero Amy era algo más. Amy era la protagonista de una tragedia por entregas que ayer alcanzó el final esperado.
La muerte de Amy Winehouse, probablemente sola con su soledad, como la de todos esos otros miembros de ese falso "club de los 27" me duele especialmente. Me duele porque pienso que aún tenía mucho que decir. Aunque, quién sabe, quizás se fue, porque, por el contrario, ya no tenía a quien decírselo.

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