viernes, 12 de agosto de 2011

EL JUEGO (SUCIO) DE LA BOLSA


Aunque sospecho que muy probablemente me esteré repitiendo, tengo que insistir en que hace unas cuantas décadas, cuando yo todavía era un niño, cuando alguien se refería a la bolsa, hablaba del juego de la bolsa y, cuando alguien perdía su fortuna en ella, se decía que la había perdido jugándosela a la bolsa con el mismo tono de reprobación que se diría si la hubiese perdido en el casino.
No sé quién ni cuando consiguió convencernos a nosotros, los españoles -pobres paletos en opinión del muy viajado arzobispo de Toledo- de que metiésemos nuestros ahorros en es extraño circo. Lo que sí sé es que no nos explicaron que era un juego ni, mucho menos, que el juego, como casi todos, estaba lleno de trampas.
Hoy, mientras desayunaba plácidamente, como sólo pueden hacerlo en estos días quienes ni tienen ni van a poner nunca su dinero en la bolsa, he escuchado como se llevaban a cabo esas operaciones especulativas que, aunque de modo temporal por el momento, han prohibido los gobiernos de Francia, Italia y España y, os lo aseguro, ha estado a punto de atragantárseme la tostada, porque, escuchada así, sin eufemismos ni subterfugios, la cosa suena a timo. Un timo generalizado, de corbata y cuello duro, bendecido por las autoridades y disimulado por los medios de comunicación.
Una vez escuchada la explicación empieza a cuadrarme el hecho de que hace dos días, cuando las acciones del Santander cayeron de golpe casi ocho puntos y medio, el señor Botín no se arrojase desde lo alto de cualquiera de las sedes de su banco o no se arrojase bajo las ruedas del ferrari de Alonso en alguna de las vueltas de calificación. Está claro que ni Botín ni cualquiera de los otros grandes de la Economía toman tan drásticas medidas, porque saben perfectamente que tras ese frenético "sube y baja" hay un guión escrito y calculado fríamente, en el que todo o casi todo está previsto.
Escuchar a esas horas de la mañana de un día de verano que alguien acuerda con alguien comprarle a cincuenta lo que vale cien, con la promesa de revendérselo luego a ciento tres, pone los pelos de punta porque, claramente, se evidencia que alguien, el que gana limpios los cincuenta, y el que recompra a ciento tres, se está "inventando" esos tres euros de ganancia.
Lo que ocurre -y, para explicarlo, están las anécdotas de Rockefeller o Escamez sobre qué hacer cuando su limpiabotas "invierte" en bolsa o cuando está en juego el último duro de ganancia- es que los ciudadanos de a pie, el común de los mortales acude a la bolsa con sus ahorros como un mero comparsa para, en el mejor de los casos, sacarle esos tres euros de plusvalía.
Lo que tengo claro es que los especuladores a los que se les acaba de prohibir que jueguen con las cartas marcadas de las operaciones a la baja a corto plazo, en una partida de póker de esas de las películas del oeste, hubiesen muerto acribillados por tramposos.

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