domingo, 28 de abril de 2013

LA CRUELDAD DE GALLARDÓN

 
 
Si no supiese de él lo que sé, si me hubiese conformado con su cara de adolescente torpón, con su leyenda de "verso suelto" en el PP, si me hubiese dejado embaucar, como muchos, por sus gestos selectos, sus favores, sus disfraces de hombre culto y afable, probablemente pensaría que el nuevo rostro de Gallardón es hijo de una crisis espiritual, de unas convicciones que, sinceramente, dudo que tenga.
Lo único que quizá lo explique todo es que el hoy ministro de Justicia es prisionero de una misoginia antigua, aprendida en casa, que le impide ver a las mujeres como son, inteligentes, maduras, libres e independientes. Nada que ver con ese estereotipo de mujer decorativa y "pata quebrada", con la que, con copas de más o sin ellas y siempre que puede, coquetea sin poderlo remediar.
Desde que dirige el Ministerio de Justicia, no sé si porque llegó a la conclusión de que el hijo de don José María Ruiz Gallardón no podía aspirar a mas o porque, por el contrario, pensaba que el despacho de la calle de San Bernardo era el perfecto trampolín para colmar sus ambiciones de ser algo más que delfín de Fraga o el eterno colocado en las quinielas.de la derecha, abandonó definitivamente el hábil disfraz de culto y progresista que tan buena prensa le había dado hasta entonces, al menos en algunos medios.
El caso es que, lleno de euforia legislativa, quiso hacerse perdonar anteriores veleidades y coqueteos con el centro izquierda editorial, poniendo el acento en la humillante, retrógrada, machista y cruel ley del aborto que quiere ofrecer como presente a esa derecha montaraz que ni le tolera ni le tolerará nunca. Es más en ese freudiano mecanismo de matar al padre quiere ir más lejos que don José María, al que el Constitucional tumbó sus pretensiones de dejar, por medio de su recurso, fuera de la ley el supuesto de malformaciones del feto.
Ruiz Gallardón, en este caso Alberto, se ha quitado del todo la máscara manifestando sin ningún tipo de ambages su rechazo a que las mujeres puedan decidir no ser la madre de quien difícilmente va a sobrevivir tras el parto o acabará viviendo una vida que, por más que se empeñe la iglesia católica, poco tiene que ver la vida que cualquiera desearía para sus hijos. Asumir esa postura es pensar muy poco en la mujer. Es más, es comportarse de una manera muy cruel con esas madres que no tienen a quien encomendarle, lleve o no cofia, el cuidado de esos niños. Es cruel, machista e irrespetuoso.
 
 
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