jueves, 25 de julio de 2013

NO ME GUSTA HABLAR DE ESTAS COSAS

 
 
Me cuesta esta mañana, como nunca, ponerme a escribir sobre el único asunto que hoy merece nuestra atención. Y me cuesta, sobre todo, porque hace ya muchos años perdí a mi hermano Miguel en un accidente ferroviario, otro, absurdo como todos, un cinco de enero, víspera como hoy de una fiesta que para nosotros, para mi familia, para mis amigos y los de Miguel, dejó de serlo en el instante en el que aquel tren se encontró de frente en la misma vía con aquella máquina que nunca debía haber estado allí.
Recuerdo perfectamente las primeras noticias de aquel accidente ferroviario. Había ocurrido cerca de Miraflores de la Sierra y las escuché en la radio, con el desapego de quien tiene otras cosas que hacer y no sospecha que lo que acaba de suceder le afecta y va a cambiar su vida para siempre. Era víspera de Reyes y trabajaba en el negocio familiar -una perfumería- aconsejando y empaquetando esos regalos de última hora que, pese a la falta de imaginación o presupuesto, permitían cumplir con la tradición. Tenía también otras cosas en las que pensar, porque tres días después iba a casarme.
Recuerdo también que el destino estuvo jugando con nosotros, con mis padres, mis hermanos y conmigo durante horas, porque, como digo, no sabíamos que Miguel viajaba en él y, cuando lo supimos, nos dijeron que no estaba entre las víctimas, ni siquiera entre los heridos que habían sido evacuados. Tratando de explicar lo inexplicable, nos dijeron que quizá le habían evacuado aturdido y desorientado. Pero las horas pasaban y Miguel no aparecía o, mejor dicho, no daba señales de vida.
Todo, porque habían identificado su cadáver -llevaba una cazadora azul- como el de uno de los maquinistas que, finalmente, apareció herido en uno de los hospitales.
Recuerdo que tuve que acompañar a mi padre hasta Miraflores cuando ya supimos -fue él, pobre, quien tuvo que identificar el cuerpo- que una de las víctimas era mi hermano. Había fallado la suerte, la esperanza que nos mantuvo aturdidos todo el día y, por desgracia, Miguel estaba allí. Tuve, no sé si la suerte, sí el privilegio, de poder despedirme de aquel chaval tan brillante y tan querido -aún hoy, treinta años después de su muerte, me hablan de él- con el que, de niños, tantas veces me había peleado. Heredé su entusiasmo, alguno de sus libros y bastantes de sus amigos, su recuerdo y la duda de hasta dónde pudo haber llegado de no haber muerto absurdamente cuando sólo tenía veinticuatro años.
Por eso no me gusta hablar de estas cosas, porque yo he pasado por ello, porque sé que, cuando suceden, los periódicos, las televisiones y las radios se llenan de datos, de historias y de imágenes que poco o nada tiene que ver con la realidad de las historias truncadas, de las vidas interrumpidas que quedan entre los restos. Los medios tratan de darle a la sociedad una explicación o un consuelo que nunca lo son para quienes han perdido a sus seres queridos.
En mi caso, el de Miguel, el único consuelo es que, a sus veinticuatro años, había vivido una vida tan intensa y gratificante que, he de reconocerlo, le envidiaba. Desde que enterramos su cuerpo, nunca he vuelto al cementerio para visitar su tumba, pero raro es el día que no me acuerdo de él. Entendéis por qué no me gusta hablar de estas cosas.
 
 
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