lunes, 17 de febrero de 2014

SILENCIO, SE ABUSA

 
 
Andamos aquí, en la Comunidad de Madrid, enredados en si los perros que se van a comer se van a comer a nuestros niños, son galgos o son podencos. Y digo esto, porque nos hemos perdido en un debate jurídico -a veces los debates jurídicos sólo sirven para explicar lo inexplicable- sobre si los servicios sociales de la comunidad, que atendieron a una de las menores sobre las que un profesor de un afamado colegio que regentan los agustinos en Madrid, deberían haber puesto el asunto en manos de la Fiscalía de Menores o no.
El caso es que, más allá de quién tendría que haberlo denunciado o si los hechos eran denunciables, el hecho de no haber puesto el caso en manos de las autoridades judiciales, unido a la miserable actitud encubridora del centro propició que otras niñas cayesen en las garras del monstruo al que se había encomendado a los alumnos. Menos mal que todo trascendió, porque quién sabe cuántas niñas más hubiesen tenido que pasar por lo que pasaron sus compañeras de no haber estallado el caso y haberse producido la detención del profesor y la imputación del director y el jefe de estudios del centro.
Al parecer, la ley no obliga a los funcionarios que tienen conocimiento de casos como éste a llevarlos ante el fiscal y deja en manos del menor afectado o de sus padres o representantes legales la iniciativa de la denuncia. Eso es lo que ni entiendo ni puedo llegar a  entender, porque no entiendo qué es lo que se trata de proteger a costa de poner en peligro la tranquilidad y la seguridad de las posibles, en este caso reales, víctimas posteriores.
No lo entiendo. De verdad, no lo entiendo ni lo podré entender nunca. Por qué seguimos aplicando en estos asuntos protocolos y criterios de la iglesia católica, una institución que, está demostrado, está corroída por la lacra de la pederastia y los abusos, hasta el punto de haberse enquistado en ella en todos sus niveles, desde confesores y párrocos a obispos y cardenales. Por qué siguiendo ese camino se inocula a la víctima la culpa y la vergüenza, mientras se esconde al delincuente y se le deja en condiciones de seguir delinquiendo.
No sé qué puede llevar a unos padres a renunciar al castigo del culpable del dolor de su hija. Sobre todo, cuando está claro que el enquistamiento de todo ese dolor es, sin duda, más grave y perdurable que el causaría la catarsis de la denuncia. No lo sé. Pero creo que podría llegar a entenderlo, sobre todo porque existe una fiscalía especializada en tratar casos similares y se le supone todo el tacto y la discreción necesarios para perjudicar lo menos posible a la víctima.
Lo cierto es que, por lo que sea, estos asuntos no parecen ser los prioritarios para el gobierno de la comunidad de Madrid. Tanto es así que la institución del Defensor del Menor, aquella a la que la víctima hubiera podido recurrir al margen de lo que hubiesen decidido sus padres, fue de las primeras en desaparecer con los primeros recortes de la crisis.
Ahí seguimos, en si son galgos o son podencos, mientras sigue habiendo niños y niñas en peligro de caer en manos de personajes que, abusando miserablemente de su autoridad, la confianza y quién sabe si la admiración de sus alumnos y alumnas, esperan acechantes el momento de lanzarse sobre su carne joven.
Galgos, podencos... discutir sobre eso es perder el tiempo. Lo grave, lo duro es que aquí, en España, se sigue tendiendo un manto de silencio sobre estos asuntos. Lo malo es que se mantiene la consigna, no se sabe en beneficio de quién, no desde luego en el de las víctimas presentes o futuras, de callar y esconder. Algo así como "Silencio, se abusa".
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