lunes, 7 de abril de 2014

COBARDÍA MORAL


Siempre he pensado que los españoles nos quejamos mucho, pero reclamamos poco. Lo digo porque llevo toda una vida comprobando como mis conciudadanos -y ya sé que generalizar es malo- son perfectamente conscientes de los abusas que se cometen con ellos, en el trabajo, en los comercios, en la calle, con sus impuestos, y, sin embargo, se conforman, refunfuñan, comentan, pero tragan. Y está claro que tragando es poco lo que se cambia, es poco lo que se arregla.
Ayer, antes de salir para mi visita semanal a ese revoltijo organizado de cosas y de gentes que es el Rastro, y mientras escuchaba en la radio una interesante conversación entre personas que no habían callado, que se habían atrevido a denunciar los abusos y las injusticias que habían conocido, la mayoría relacionadas con la corrupción, pero no sólo con ellas, escuché, creo que a la arquitecta Itziar González, una término que define a la perfección esa actitud, ese mal que, como os decía, aqueja a los españoles. La ex concejal barcelonesa, abandonada, perseguida y amenazada por haberse atrevido a denunciar ciertas formas de corrupción con las que se topó durante sus años como responsable de su barrio, Ciutat Vella, hablo de la "cobardía moral" de quienes siendo conscientes de lo mismo que ella denunció, sin embargo callaron, quizá para no tener que verse en las mismas que ella.
De eso se valen los que abusan siempre de nosotros o de los nuestro. Saben que su fuerza está en nuestro miedo, incluso en nuestra comodidad. Lo saben y cultivan ese miedo yendo a por los que se atreven, porque saben que no son muchos y que, cultivando su miedo o su desgracia, atemorizándoles, haciéndoles difícil el día a día, acrecientan el de los demás y consiguen lo que más fuertes les hace, nuestro silencio, ese silencio que, tópicamente, hemos dado en llamar "el silencio de los corderos".
La cobardía moral es esa que lleva a quien es consciente de lo que está bien y lo que está mal, de quién es el que abusa y quién es la víctima, a callar y, con ese silencio, a otorgar al verdugo, al abusador, al corrupto, la licencia para seguir en ello. Esa cobardía moral es la que lleva a los usuarios del metro madrileño a callar, a no reclamar un servicio acorde con el precio del billete que paga, para encontrarse con convoyes detenidos por avería, a soportar temperaturas de sauna, encerrados en vagones herméticos y sin aire acondicionado, a tener que apostar por una u otra salida al abandonar el andén, para no encontrarse con escaleras mecánicas averiadas o, simplemente, fuera de servicio. 
También, cuarenta y ocho horas después de la tocata y fuga de Esperanza Aguirre que no se encontró por esa vez con la cobardía moral de unos agentes que, pese a saber muy bien "con quién estaban hablando", en lugar de dejar ir sin más a la condesa de Bornos, la siguieron hasta su palacio tratando de cumplir la ley con ella, como con cualquier ciudadano, me di de bruces con la cruz de la moneda en la actitud soberbia y abusiva de dos patrulleros de la policía municipal madrileña que mantuvieron parado a pleno sol en medio de una de las salidas de la M-30, porque, en su opinión que no era la misma de quienes íbamos a bordo y estuvimos "secuestrados" en el bus por más de un cuarto, el joven conductor de la EMT no se había apartado con la suficiente diligencia para dar paso a su coche.
Lo más curioso del incidente fue que toda la prisa de los patrulleros se esfumó de repente para permitirles castigar al conductor del autobús. Pese a que la mayoría de los viajeros estábamos siendo testigos del flagrante abuso de autoridad de los policías, dispuestos a mantenernos allí secuestrados hasta que llegase otro autobús para hacer el trasvase de viajeros en plena curva de una vía rápida, y pese a que todo el pasaje estaba hablando indignados, solamente uno o dos pasajeros y yo mismo nos ofrecimos para testificar en favor del conductor ante la posible sanción.
Se había manifestado de nuevo el monstruo de la cobardía moral. Pero he de deciros que después de saber que el conductor contaba con testigos y, tras unos cuantos minutos de consultar con sus jefes, después, eso sí, de formular la denuncia, sus aires de grandeza eran otros y dejaron proseguir su ruta al autobús, después de haberle retenido veinte minutos por "dificultarle" el paso, mientras acudía a atender un servicio urgente. Aún estoy dándole vueltas a la cabeza, pensando en qué hubiera sido del conductor, si la cobardía moral del pasaje hubiese sido unánime.


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