jueves, 17 de julio de 2014

INFANCIAS



Recuerdo las tardes de verano de mi infancia en el pueblo de Guadalajara donde nació mi padre y donde los primos pasábamos las vacaciones con los abuelos. Recuerdo aquel calor inmisericorde de las primeras horas de la tarde y cómo los abuelos, sabios como sólo lo son los que han vivido y trabajado en el campo nos confinaban, obligados a dormir la siesta o, al menos, a fingir que lo hacíamos, en aquella casa de anchos muros de adobe, con las persianas echadas y los balcones abiertos de par en par.
Recuerdo que, entonces, me convertía en una enorme oreja siempre presta a captar el más mínimo zumbido, los ecos del cacharreo de la vajilla de loza en la cocina de la planta baja, los saludos en la plaza de los pocos vecinos que osaban cruzar la plaza con el sol aún en lo alto. Recuerdo también que, incapaz de conciliar el sueño después del paseo de la mañana con el abuelo, aprendiendo en el campo a distinguir el tomillo, el romero, la jara y el espliego, buscando las "camas" de los conejos, que, de vez en cuando y antes de la terrible mixomatosis que los diezmó cegándolos, correteaban veloces por el monte, confundiéndonos quizá con cazadores, recuerdo las "camisas" de las culebras, los abejarucos, las hediondas abubillas y, de vez en cuando el abanico de colores de una oropéndola.
Recuerdo el cariño con que la gente de aquel pueblo trataba a mis abuelos, que habían tenido tienda y cinco hijos en él, y recuerdo los motes, porque, en aquel, como en casi todos los pueblos, había un "Demonio", un "Tío Pelos", un "Veneno"... y un "Manitas", que era a la vez el "Tío Tendero" y mi abuelo. Los había de mirada franca y sonrisa de dientes generosos y los había más reservados que, apenas devolvían un rugido sordo por el saludo que allí a nadie se negaba.
Recuerdo esas horas insomnes de la siesta, como recuerdo las largas tertulias en la calle, después de la cena, cuando la televisión no existía o, si existía, era, no como ahora, motivo de socialización y encuentro a la hora de ir o volver del "teleclub". Me enteraba, sin pretenderlo, de quién llegaba de vacaciones desde Madrid Barcelona, Francia, Alemania o América. Recuerdo que había quien, incluso, llegaba desde algún país africano. Los de Francia eran los que había tenido que huir allí tras la guerra, mi tío Francisco estaba entre ellos, los de Alemania se habían marchado allí en busca de una vida mejor y recuerdo que alguno, para probar que lo había conseguido, venía con su coche, más grande y más nuevo que los que se gastaban por acá.
Recuerdo también los tabúes perfectamente señalados por la abuela: las caballerías, que podían cocearnos o de las que podíamos caernos, los carros, traidores, llenos de alambres y clavos, y, sobre todo, los tractores, una especie de Tiranosaurios Rex, de enormes patas y manos pequeñas, inestables y siempre prestos al vuelco. También bañarnos en el río sin el abuelo y, sobre todo, en la presa, con su fondo cenagoso y llenos de hierros del forjado al descubierto. También andar solos por el monte buscando los cartuchos vacíos, con ese embriagador olor a pólvora aún, que abandonaban los cazadores y otros cartuchos, metálicos, vainas les llamaban, que aún quedaban en algunos parajes del monte, en los que se conservaban los restos de un fortín que había sido un puesto de mando durante la guerra que estableció allí uno de sus frentes.
Nos avisaban de todo aquello, también de algún resabio xenófobo contra gitanos y vagabundos. Del peligro que nunca nos advirtieron, porque no era necesario, era de que podíamos caer bajo las balas de soldados fanatizados y cobardes capaces de matar a unos niños cuyo crimen era jugar al fútbol en una playa en medio de una guerra desigual y cobarde que alguien tiene que arar y no sé cómo. 
Habrá que hacerlo antes que después, porque en la infancia, además de jugar y descubrir, se aprende a amar, a odiar y a ser feliz o infeliz.

Mi infancia, me da vergüenza decirlo horas después de lo de Gaza, fue feliz, como deben de serlo todas las infancias, porque los niños no son culpables del odio o la desgracia de sus mayores. En ella, aprendi a mirar, a escuchar, a oler, a reír, a disfrutar de lo grande y lo pequeño y, sobre todo a amar y entender a quienes tuve cerca. Quien rompe en mil pedazos la infancia de un niño no tiene derecho a vivir. Ni siquiera tiene derecho a que sus hijos, si los tiene, le besen. Quien rompe una infancia en mil pedazos, u hay muchas formas de hacerlo, no merece ser considerado un ser humano.


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