jueves, 7 de enero de 2016

MORRALLA


Después de muchos años de profesión y de haber tratado con muchos de ellos, he llegado a la terrible conclusión de que el mayor defecto, el mayor pecado, de los políticos, al menos en España, no es, en contra de lo que podamos pensar, no es el de la codicia, ni siquiera el de la mentira, porque el mayor de sus pecados es, no me cabe duda, el de la soberbia.
Y no es pequeño ese pecado, sobre todo entre quienes tienen por vocación, al menos en teoría o al menos eso dicen,  la consecución del bien común y el buen gobierno de lo público. Bien es verdad que demasiadas veces el bien común "se les importa una higa" y que el buen gobierno que de ellos se espera se queda en uno nefasto, en el que lo único importante parece ser llenar a rebosar los bolillos propios, los de los amigos y los de gente a la que desprecian, pero a la que necesitan para trampear en la financiación de sus campañas para las elecciones, ese examen que han de pasar cada cuatro años, para seguir contando con el favor de los ciudadanos, no durante otros cuatro años, sino ese día crucial en que estos introduzcan un papel, con su nombre o cualquier otro, en una urna.
No es un pecado pequeño, porque la soberbia es esa ceguera con que los dioses castigan a quienes se empeñan en ser como ellos. Una ceguera que les impide, no sé si ver, pero sí reconocer sus defectos y limitaciones y que, cuando pierden el favor de los votantes, les lleva a pensar que son estos y no ellos mismos los equivocados. Un pecado, la soberbia, que les lleva a cortar cualquier con la realidad y a alejar de su lado a quienes acercan a sus oídos el incómodo mensaje de la verdad. Sólo así puede entenderse la deriva del, todavía presidente en funciones del gobierno de Cataluña.
Hemos de tener absolutamente claro que Artur Mas necesita tanto como respirar alcanzar de nuevo la presidencia de la Generalitat. Y dice que lo suyo es el afán de culminar "el proceso", el afán de que sea su nombre y no otro el que figure como el del primer presidente de una todavía lejana república catalana independiente. Pero, ante la insistencia del president, yo soy más dado a pensar que las cosas son tan simples como parecen t que Mas no es más que un tipo tan hábil y ambicioso como tramposo, al frente de un partido tan tramposo como el mismo, enterrado en el cieno de la corrupción después de décadas de un gobierno despótico que contó con la aquiescencia de una prensa servil y la soberbia, otra vez la soberbia, de una ciudadanía que prefirió siempre atender a los elogios interesados de lo que, ahora y con indisimulada hostilidad, llaman Madrid y las apelaciones al "seny", antes de mirar lo que estaba pasando a su alrededor.
Mas se sabe en la senda, si no de la prisión, sí del banquillo, porque nadie con dos dedos de frente puede pensar que alguien permanezca virgen e impoluto después de décadas en la cima de un partido y un gobierno que se han demostrado corruptos y que, en menos de tres semanas, tendrá que empezar a rendir cuentas en la Audiencia Nacional, en la figura del hasta hace bien poco muy honorable e intocable Jordi Pujol.
Pujol, el mismo ensoberbecido antecesor de Mas al frente del partido y, con un breve interludio a cargo del socialista Montilla, de la Generalitat. El mismo personaje malencarado y faltón que se permitía callar las bocas de periodistas díscolos o poco avisados, jefe o sólo jefe consorte de un clan familiar que, para sí o como intermediario del partido -una vez que se mete la mano en la caja resulta difícil parar- saqueó las arcas de ayuntamientos y consejerías, a base de "mordidas" a todo aquel que pretendía trabajar con la Generalitat o con los ayuntamientos gobernados por el partido. Un tipo más que vulgar, cuya imagen encaja más con lo que ahora sabemos de él que con su anterior honorabilidad.
A Pujol le perdió la soberbia, esa soberbia que le impidió poner límite al saqueo y tomar conciencia de que tanto descaro en el saqueo iba a tener consecuencias y no podía durar. Pues bien, a Mas, fiel mano derecha en su desgobernado gobierno también le ha perdido la soberbia, ese creerse la quimera de la independencia para ya, una independencia que necesitaba para sobrevivir y por la que, una vez conocido su fracaso electoral, estuvo dispuesto a darlo todo, lo que tenía y lo que no.
Demasiada necesidad y demasiada soberbia. Tanta como para no ver que, pese a lo que llegó a creer, no era más que el tonto útil, el instrumento capaz de acometer y firmar cuando fue preciso cada uno de los pasos marcados en la famosa "hoja de ruta", la misma soberbia que el impidió ver que, al final, las bases de un partido "revolucionario", con el que, ahora, dice que no iría ni a la esquina, le negaría los votos necesarios para su coartada.
Más, como todos los soberbios, cuando se ha visto con la partida perdida, ha perdido las formas y parece empeñado en parecerse a su mentor Pujol, volviéndose faltón y sin cintura, sin ser consciente, otra vez la soberbia, de que, sin la púrpura del poder, poco o nada le queda de vida política.
En su delirio soberbio, Mas ha llegado a comparar la negociación, en la que tanto y durante tanto tiempo se ha dejado humillar, con una subasta de pescado. Sin darse cuenta de que lo suyo no era más que morralla y la morralla, pescado deteriorado y de poco valor, y, ya se sabe, la morralla difícilmente se vende.

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1 comentario:

Mark de Zabaleta dijo...

Totalmente de acuerdo...

Saludos