Dicen quienes saben de la vida que no se puede pretender ser
sublime todo el tiempo. Mucho menos, añado yo, cuando la exquisitez que se
pretende se construye en la réplica a los demás. Pues bien, eso es lo que le
está ocurriendo a Albert Rivera, esclavo de sus padrinos y de su verdadera
ideología, que le conducen inexorablemente a dar su apoyo al PP, algo que
repugna a gran parte de sus votantes, pero con lo que, antes o después, tendrá
que lidiar.
Rivera tiene el martes una cita con Rajoy, así que pasará todo
un fin de semana en capilla, como ese torero que se enfrenta a la tarde de su
vida, ante la más grande de sus "faenas" o, quién sabe, el peor de
sus fracasos. Tendrá que optar entre dar a Rajoy la llave para que inicie su
segunda legislatura en la Moncloa o negársela y colocarle así, también al país
entero, frente al despeñadero de unas terceras elecciones.
Ni una cosa ni otra le gustan demasiado. No le gusta verse
como el socio necesario, dentro o fuera del gobierno, de Rajoy, porque pensará
con razón que, para muchos de sus votantes, se vería traicionado el sentido de
su voto, que acabaría en manos de aquel al que habían descartado ante las
urnas, urnas a las que tenía pensado no volver en cuatro años.
A Rivera sólo le salvaría arrancar del PP un vistoso acuerdo
de investidura, del estilo de los que sacó de Susana Díaz o Cristina Cifuentes,
un acuerdo de normas morales y líneas rojas que, con la marcha de la
legislatura se irá diluyendo y revelará que, en lo que realmente duele al
ciudadano, la economía, apenas habrá diferencias con los cuatro años pasados
con Rajoy.
Eso es lo que está pasando, por ejemplo, en la Comunidad de
Madrid, donde la política social brilla por su ausencia y donde la corrupción
sigue aflorando sin que se consumen nunca los ultimátums con que había
advertido a Cristina Sánchez. Al final, el día a día de los ciudadanos de a
pie, sus penurias, el deterioro de la educación pública, los servicios y la
Sanidad siguen siendo prácticamente iguales. Las ayudas a los más necesitados,
como acaba de ocurrir en Madrid con la formación de jóvenes en riesgo de
exclusión, se saca del circuito de lo público, para convertirla, aun así, a
regañadientes, en becas para que esos jóvenes estudien en centros privados.
Supongo que las intenciones de Rivera para Ciudadanos, muy
parecida a la que sus tan denostados nacionalistas, es la de obrar como partido
bisagra, una especie de clave de arco, sin la que se hace imposible levantar el
gobierno, pero una piedra que, por desgracia, acaba confundiéndose con el resto
de piedras que forman el arco. Estoy seguro que la estrategia de Rivera dará
sus frutos en su partido, sobre todo de puertas adentro, pero también lo estoy
de que esa estrategia va a resultar poco o nada emocionante para sus votantes.
Todo un riesgo para una fuerza a la que el frustrado intento
de acuerdo con Pedro Sánchez en la pasada y estéril legislatura le restó
importantes apoyos en escaños, un riesgo que debe preocupar y parece que
preocupa a Rivera. Tanto que le llevó ayer a perder los nervios cuando la
prensa le pidió que revelase su posición respecto a su apoyo a Rajoy y acabó
cayendo de muy mal humos en el tremendo pecado de poner en duda la inteligencia
o la menoría de unos periodistas extrañados por su renuncia, ahora, de un veto
a Rajoy que ha mantenido a lo largo de dos campañas electorales. Rivera, el
tapado que no lo fue en sus primeros carteles, tiene que destaparse ahora y no
parece que tal cosa le resulte cómoda, de ahí sus nervios.
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