miércoles, 2 de noviembre de 2016

ALEA JACTA EST



La suerte está echada. Tras diez meses de ilusión, primero, y mucha frustración, después, Mariano el impasible cabalga de nuevo. Y por más que Ciudadanos o lo que queda del PSOE traten de decirnos lo contrario, cabalga bien aferrado a la silla y con las riendas bien sujetas.
Sabe Rajoy, cómo no iba a saberlo, que el cainismo de la izquierda y el desprestigio de Ciudadanos, por una parte, y su falta de utilidad, por otra, le abren una autopista despejada hacia un nuevo triunfo en las urnas, algo que pone en sus manos, si no la gobernabilidad de este país, si la llave de unas elecciones que, de momento, nadie quiere. Nadie, salvo, quizá, Podemos, pata quienes, por desgracia, hacerse con los despojos del PSOE, cueste lo que cueste, parece el principal objetivo.
Lo que, de momento, parece lejos de nuestras esperanzas es la utopía de una izquierda hermanada en el que debiera ser su común objetivo: defender a los más débiles de todas esas fuerzas que, ya no nos puede quedar ninguna duda, están dispuestas a todo, inconfesables conspiraciones incluidas, para no consentirlo. Y todo, porque, con una izquierda desmovilizada y desilusionada y un PP que, como una mantis cualquiera, se "merendará" a ese partido utilitario que tan buenos servicios le ha prestado a lo largo de estos meses oficiando de muleta para con el PSOE y el electorado.
Es difícil imaginar cómo va a ser esta segunda legislatura de un Rajoy operante. Y más lo es, después de haber asistido a la representación que fue el debate y la definitiva votación que le llevó el sábado de nuevo a La Moncloa. No fue nada edificante escuchar una vez más a los portavoces de unos y otros malgastando sus turnos de palabra en convencer a los ya convencidos, en lugar de lanzar cabos que garantizarían a la izquierda una travesía segura hacia la deseable derrota de Rajoy en las urnas o a tejer el entramado de alianzas que impediría al PP seguir gobernando despóticamente este país.
Pero no. Parece que Podemos o al menos su líder, Pablo Iglesias, gusta más de ruido que de nueces y, por eso, se mostró tan cariñoso con intervenciones tan inoportunas como la de Gabriel Rufián, que llenó de ruido y humo de colores la sesión, una traca a destiempo que, en manos de medios tan poco acostumbrados al análisis, se fascinan y hacen los posible para fascinarnos, para dejarnos con la noca abierta ante el espectáculo, mientras los de siempre nos quitan la cartera.
No fueron inteligentes las palmaditas de Iglesias a los portavoces de Esquerra y Bildu. No lo fueron, entre otras cosas, porque Pablo Iglesias no está sentado en su escaño, no le pusimos allí, para juzgar, castigar o premiar discursos y oradores, sino para transformar la sociedad con leyes y reformas que hagan la vida mejor para todos. No fue inteligente la actitud de Iglesias, porque el gesto por sí solo carece de valor pedagógico y en este país está aún habitado por demasiados fantasmas que no dejan pasar determinadas páginas de la historia y hay quien está empeñado en reabrir heridas con las que, por desgracia, algunos se han sentido muy cómodos.
Por eso no me pareció inteligente todo ese ruido que apagó lo más interesante del sábado: la renuncia de Pedro Sánchez, quien levantó el velo, dejando al descubierto a las fuerzas que a lo largo de todos estos meses han estado conspirando para hacer imposible un gobierno progresista que abordase de manera distinta y más justa la salida de la crisis. Pero no. No hicieron nada para romper el cínico silencio de Susana Díaz, actriz principal, en absoluto secundaria de la conspiración. Era mejor borrokizar la escena, en lugar de hacernos ver que es posible otro PSOE con el que caminar al lado. 
Por eso Rajoy está tan contento, por eso va a dejar que su perro Hernando siga enseñando los dientes en el Congreso. Para qué cambiar un mastín que es capaz de desquiciar, de sacar lo peor de los otros, así le ha ido y le seguirá yendo bien. Para qué otra cosa ahora que la suerte está echada y tiene todos los triunfos en su mano.