Cada vez tengo más claro que Donald Trump no es más que un
impostor, un tipo que ha llegado a la Casa Blanca, más por haberse hecho con la
combinación para acceder a ella que por merecerlo. De hecho- Trump, pese a que
una gran parte de quienes le temían o le despreciaban -espero que estos últimos
hayan dejado de hacerlo- el día de las elecciones se quedaron en casa, quedó a
casi tres millones de votos de su rival, algo que, cuando menos, le augura que
la suya va a ser presidencia socialmente complicada, con la calle soliviantada
y presta a la protesta.
Trump lo sabe y, por eso, él y sus colaboradores, en esa
construcción de realidades alternativas a la dura realidad, se esfuerzan en
sembrar el campo de mentiras tendentes a hacerle necesario en el corto imaginario
de sus votantes y a restar valor moral al importante resultado de Hilary
Clinton. Por eso, ayer mismo, se proclamó defensor de la seguridad de América y
los americanos, aunque sea mediante la odiosa e ineficaz tortura que, lejos de
ayudar a combatir el terrorismo, a base de dolor e injusticias, acaba por
convertir en terroristas a quienes, las más de las veces, no pasarían de
sospechosos.
La experiencia nos dice que, cuando personajes como Trump no
tienen nada que ofrecer a su gente, inventan enemigos: terroristas islámicos,
inmigrantes que llegan para traficar con drogas o extender la violencia, como
si, en eso, los Estados Unidos necesitasen ayuda externa. No sé por cuánto
tiempo, pero, por desgracia, tan odiosa fórmula funciona y el estridente Trump
tiene entusiasmados a sus seguidores, de paladar nada fino y tan fáciles de
contentar como el público de Telecinco.
Trump es la imagen del jefe arbitrario y cabreado que todos,
yo también, alguna vez hemos tenido. Esos jefes vociferantes, maleducados,
llenos de aspavientos, de puñetazos en la mesa y portazos, a menudo mentirosos
que, después de arruinar el trabajo y la convivencia se van, como si nada, con
la música a otra parte.
Tengo la impresión de que a Trump, hijo de un
multimillonario, le ha faltado siempre quien le corrija tanto machismo, tanta
zafiedad y tanta prepotencia como rebosa por cada uno de sus poros. De ahí, ese
gusto obsceno por las barbies rubias, por el mármol y el oropel, ese afán por
el maltrato y el desprecio a cuantos tenía o creía tener por debajo, que para
él son todos. Todo un gamberrete que ha pasado de los juegos y las bromas a la
realidad, que por desgracia para todos con él se convertirá en cruel e injusta
para casi todos, porque él, cegado por los focos desde hace tanto, es incapaz
de ver que, tras las luces, está el mundo.
Trump, aunque él y sus seguidores crean lo contrario, es un
impostor. Un impostor que ha aprovechado las fisuras del sistema para escalar a
lo más alto y que, ahora que está allí, no tiene muy claro que hacer, salvo
vociferar, amenazar e insultar. Y, como todo buen impostor, sabe que, antes o
después, su impostura va a quedar al descubierto. Así que, como quien entra a
robar en una joyería, está vaciando mostradores, vitrinas y escaparates,
rompiendo y echando por los suelos todo aquello que, como los derechos y las libertades,
para él, carece de valor.
1 comentario:
Interesante artículo...
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