martes, 28 de febrero de 2017


Qué poco ha tardado el bocazas de Trump en mostrar sus verdaderas intenciones. Como todos los que viven en el fascismo y sus aledaños, apoyado por los de siempre, los fabricantes de armas y los amos del petróleo, Trump, ante la imposibilidad material, legal y ética, de cumplir gran parte sus amenazas y promesas ha acabado por recurrir a la mágica invocación de la guerra que tan buenos resultados ha dado a lo largo de los siglos, especialmente en los dos últimos, cuando toso lo demás, comenzando por las cuentas, falla.
En un mundo en el que apretar gatillos y hacer saltar por los aires al enemigo es cosa fácil y habitual entre los jóvenes nacidos prácticamente ante una videoconsola, en un mundo en el que la guerra se muestra como un videojuego de puntería y destrucción, sin sangre ni gritos, sin dolor aparente, no va a ser difícil llamar a filas a otra generación de norteamericanos, especialmente si se ha puesto en duda su derecho a pertenecer al país en que viven y trabajan, ellos o sus padres, y sólo les queda pasar la prueba de sangre de participar en una guerra injusta, para que los hijos de quienes la provocan, de los que viven de ella, no pongan en peligro su vida ni sus carreras.
Sé de lo que habló. Hace muchos años, cuando creía que quería ser veterinario, tuve un compañero de facultad que no era otra cosa que un hijo  de inmigrantes colombianos, vecinos del barrio de Jamaica, en Queens, Nueva York, que vino a España huyendo de su reclutamiento para la guerra de Vietnam, un tipo un tanto triste, con el que compartí alguna tarde de estudio y alguna situación paradójica como la de que aquel "Midnight Cowboy" que yo acababa de ver, dos veces en una semana, para ya no olvidarlo nunca, era para él una película del pasado que. a nosotros, como casi todo nos llegaba con retraso.
Pero aquel colombiano que no quiso ir a la guerra de Vietnam, cuyo nombre, americanizado, no soy capaz de recordar, no es el único caso de fugitivo que recuerdo. Conocí en Valparaíso a un chileno, creo que nacido en Nueva York, al que su padre, defensor de la grandeza americana y admirador de su "gloria" militar e incluso de la de Pinochet, mandó de regreso a Chile para que no tuviese que ponerse el uniforme e ir a la segunda Guerra de Irak, la invasión propiciada por Bush hijo, Blair y Aznar. Era, es, un chaval estupendo, pero no puedo pensar en él, sin dejar de hacerlo en el hipócrita de su padre, que tampoco era un potentado, que quería esa guerra para otros y para los hijos de otros, pero no para el suyo.
Exactamente igual que Donald Trump, que hoy se queja de las derrotas de su país, alumno de una escuela militar, una especie de correccional para ricos, que, en su juventud evitó hasta cinco veces hacer el servicio militar porque corría el peligro de tener que ir a "servir" en Vietnam.
Por eso, el ardor guerrero de Trump, que cada vez me recuerda más Hitler, me produce tanto asco como preocupación. No hay más que pararse a pensar que su compañero de partido, el senador John McCain, veterano de aquella guerra y prisionero de guerra durante años en Vietnam del Norte, se ha convertido en uno de sus más duros adversarios del presidente, lo mismo que decenas de generales retirados que se oponen a los planes belicistas del histriónico presidente.
Cabe preguntarse por qué, entonces, ese afán por emprender un rearme y unas guerras que nadie parece querer para su país. La respuesta es muy sencilla: los fabricantes de armas que tanto han apoyado y apoyan a Trump, viven de venderlas y, para que los ejércitos, los países, las compren hay que usarlas. Por eso insisto en que dos de los rasgos más notorios de la política de Trump, su loco e hipócrita belicismo y su peligroso anti ecologismo no son otra cosa que el pago de la factura por los servicios prestados por las petroleras y los fabricantes de armas durante su campaña.
Por eso, ahora que todo lo demás parece fallarle, Trump hace sonar sus tambores de guerra.

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