Por fin ayer, el Congreso decidió acabar con una ley, la
vigente y tenebrosa Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana, parece
sarcasmo, del no menos tenebroso ministro Fernández Díaz, que pasará a la
historia, esperemos que lo antes posible, con el expresivo apodo de Ley Mordaza.
Parece que fue hace siglos cuando Fernández Díaz, el de las
devoluciones en caliente, el de la caza a pelotazos de los inmigrantes en la
playa del Tarajal en Ceuta, el de las detenciones e identificaciones
indiscriminadas en las manifestaciones de las mareas, el de las persecución a
los sindicalistas y periodistas, el que pretendió prohibir obtener pruebas y
publicarlas de los excesos policiales, el que quiso, en fin, amordazar y atar
de pies y manos y amordazar a la ciudadanía, para que su partido campase a sus anchas,
desmantelando derechos y libertades en este país que él cree de María y la
Banca y no de quienes vivimos y trabajamos en él, el ministro de la policía de
parte, esa que fabrica pruebas y dosieres contra su amo. Parece que hace siglos
y, sin embargo, fue antes de ayer, como quien dice.
La disparatada ley, más propia de una república bananera que
de un país civilizado y democrático, lleva la firma de Jorge Fernández Díaz,
pero, no lo olvidemos, tuvo el visto bueno de todo el gobierno Rajoy de
entonces en Consejo de Ministros y fue aprobada, en solitario, eso sí, con los
votos de todo el Grupo Popular. Por eso no es de extrañar que ese,
afortunadamente hoy mermado, Grupo Popular haya defendido con uñas y dientes y
no sin extrañeza por las prisas de la oposición en abolirla, la derogación de
una ley que cercenaba el derecho de los ciudadanos a manifestar en la calle, en
la prensa y en las redes, su disconformidad con las injustas imposiciones del
gobierno.
Está claro que aquel gobierno, no muy distinto de este,
salvo por su debilidad actual en el Congreso, no quería testigos de sus
desmanes. No los quería en la calle y no los quería en sus casas, leyendo el
periódico escuchando la radio o sentados delante del televisor o ante las
pantallas de su teléfono, tableta u ordenador.
Por eso, esta ley pretendió convertir a los ciudadanos en
seres inertes, sin voz ni movilidad, para que no pudiesen medir en la calle, ni
reconocer su fuerza frente a los atropellos, y lo hizo a conciencia, mandando
contra las mareas a sus gladiadores y a sus infiltrados, atentos a cualquier
incidente para desatar su violencia y para detener "sin ton ni son" a
"todo bicho viviente", sin motivos ni pruebas, con el fin de
asustar a los indecisos, para que acabasen escondiendo su miedo en sus casas.
Y, si los incidentes no llegaban, si las manifestaciones eran pacíficas, como
pretendían sus convocantes, los incidentes se fabricaban, como se fabricaban
las pruebas, para justificar los desmanes.
La ley de Fernández Díaz que ayer emprendió el camino
parlamentario para su derogación o, al menos, la de sus artículos más
arbitrarios, anteponía la palabra de las fuerzas de seguridad ala de cualquier
ciudadano y negaba, además, la posibilidad de documentar con imágenes los
incidentes, a sabiendas de que, en los tribunales, esa palabra no siempre salía
bien parada.
La ley que ayer comenzó a demolerse, es la ley de un tirano
que quieren que recordemos con la cara de Fernández Díaz. Pro no, es la ley de
un tirado con otro nombre y otros apellidos esa ley es la ley de Mariano Rajoy,
la ley tras la que Mariano Rajoy pretendió parapetarse con sus injusticias No
lo olvidemos, Fernández Díaz ya no están, pero siguen estando los mismos.
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