viernes, 24 de marzo de 2017

NOMBRES


Hace unos días escuché a Pablo Casado, ese joven valor del PP forrado de títulos académicos de rimbombantes nombres en inglés, criado a los pechos de Aznar, del que fue jefe de gabinete con sólo veintiocho años, decir que hay quienes, se refería a Podemos y el PSOE, para ser felices, tienen que cambiar el nombre de las calles, pero que ellos, el PP, sólo quieren ser felices. Olvida y, lo que es peor, desprecia el hecho de que hay en España demasiada gente que, para poder ser felices, necesitan que desaparezcan de las calles y plazas los nombres de quienes acabaron con la vida de muchos de los suyos y, de paso, con la felicidad y la esperanza de los derrotados, gentes obligadas a pasar todos los días por delante de estatuas y placas que les traían malos recuerdos de años y años de dolor y miseria.,
Las palabras de este petimetre pretendían dar respuesta a la decisión del Ayuntamiento de Madrid por la que, en cumplimiento de la decisión aprobada por la mayoría de los vecinos en consulta pública y abierta de devolver el nombre original de Parque Forestal de Valdebebas al parque apresuradamente bautizado como Parque Felipe VI, por una Ana Botella en fuga tras su más que desastrosa gestión del ayuntamiento madrileño. Una decisión que parece ser, para el PP, motivo de existencia hasta que, de aquí a dos años, se celebren nuevas elecciones a las que, por lo anunciado por el escudero de una más que callada Esperanza Aguirre, abrumada por el aliento del juez y la Guardia Civil en su nuca, el PP llevará la restitución del regio nombre como principal promesa. Una polémica, ésta, que el rey podría zanjar renunciando públicamente a que el parque lleve su nombre en contra de la voluntad de los vecinos expresada en las urnas.
La de los nombres, es una polémica demasiado viva en un país de vencedores y vencidos, en el que tras la sangrienta guerra civil se rebautizaron calles y plazas con los nombres de los "mártires" de uno de los bandos, el "generalísimo" o la fecha de aquel pésimo golpe de estado que tardó tres duros años de guerra, centenares de miles de muertos y gran parte de la nación destruida en imponerse. En casi cuarenta años de guerra y dictadura se apearon de las paredes las placas con los nombres de poetas y escritores, alcaldes, diputados y presidentes, virtudes del hombre y su civilización, países alineados en "el otro bando", intelectuales, músicos y todo aquel que no hubiese dejado claro desde el primer momento su adhesión al régimen.
Un espectáculo horrendo, de consecuencias nada éticas ni estéticas, al que nos cuesta poner fin, echar el telón, porque hay quien no está dispuesto a devolver las cosas a su ser, en cumplimiento de la ley y no hace sino poner palos en las ruedas del sentido común. En uno y otro lado, porque también hay, Madrid es un ejemplo, quien irreflexivamente se ha apresurado a arrancar placas que tenían su razón de ser y que han tenido que ser repuestas, con los consiguientes sonrojo y pérdida de argumentos y de razón para quienes pretenden hacer las cosas serenamente.
Simultáneamente, se ha aprobado una moción para retirar de varios hospitales madrileños el nombre que se les impuso y que no es otro que el de miembros de la familia real, nombre que confunde a quienes tienen que acudir a ellos, porque nadie o casi nadie sabe que él, "Infanta Leonor" está en Vallecas o el "Infanta Cristina" en Parla. Creo que, en el caso del hospital de Parla, que lleva el nombre de quien se lucró con los trapicheos de su marido y que por ello fue condenada al pago de una importante multa, el cambio está más que justificado. Y no sólo eso debería servir de precedente para que, en el futuro, no se dé a lo que es de todos el nombre de personas vivas, más aún, de niños que, cuando crezcan, puedan avergonzarnos como lo ha hecho la hermana del rey.
El consejero del PP ya se ha opuesto al cambio de nombre porque, dice, nos va a costar medio millón de euros. Yo, personalmente, creo que valdría la pena y que bastará con que "los suyos" dejen de meter la mano en la caja, para compensarlo sobradamente.
Por último y sin dejar de lado los nombres, en un precioso barrio de Madrid, cuyas calles se llenan cada día de gentes de toso los colores y todas las lenguas, una fuente, la de Cabestreros, justo al lado de un popular restaurante africano, conserva la placa que acredita que fue construida en tiempos de la república, un poco más abajo, siguiendo la calle Mesón de Paredes, una plaza, la ·de las Escuelas Pías", reducto que fue de los sublevados en julio del 36, acaba de ser bautizada con el nombre de un extremeño de nacimiento, Arturo Barea, madrileño de adopción hasta que, como perdedor, tuvo que emprender el exilio y, desde Londres, dio a conocer a todo el mundo el Madrid más popular. Un poco más allá, un pequeño rincón, apenas una plaza, recibirá muy pronto el nombre de Gloria Fuertes la poeta, poeta de guardia, más querida, sin ellos saberlo, de los madrileños, símbolo de tantas cosas, que nació un poco más allá, en la calle de la espada.
Me dijo una vez mi amigo Fernando Delgado que nada hay más triste que que den tu nombre a una calle y, pasados los años, nadie se acuerde que quién eras. Creo que aún es más triste que tu nombre en una placa traiga sólo malos recuerdos.