Quienes tenemos hijos, quienes hemos sido jóvenes, quienes
hemos sido niños sabemos muy bien que nada hay más excitante que lo prohibido,
que la mejor manera de reforzar un deseo es negárselo al que desea. Pues bien,
esto que parece tan sencillo d entender, basándose, incluso, en la propia
experiencia, porque la reacción contra el límite forma parte de lo más
elemental del proceso de formación del carácter humano no parecen haberlo
entendido determinadas empresas, determinados gobiernos y, ahora, el tribunal
de Luxemburgo, la más alta instancia de la justicia europea, que, acaba de
reconocer el derecho de las empresas a prohibir a sus trabajadoras el uso del
pañuelo islámico y el velo en horario laboral.
Yo, que estudié en un colegio de barrio ni público ni
religioso, cuyas aulas presidían el crucifijo y un retrato del dictador, yo que
nací en una familia "normal", de esas con un padre agnóstico que no
sabe que lo es y una madre más o menos beata, porque, dice, es lo que le
enseñaron, no he desarrollado el más mínimo apego por la iglesias católica, sus
enseñanzas y sus ritos y, pese a haber sido bautizado, confirmado y pese a
haber hacho "la primera comunión", me casé por lo civil y en pleno
Rastro, dejé a mi hija "morita", porque no la pasé por la pila
bautismal y, desde que dejé de tener miedo, que no fe, porque nunca la tuve, no
he pisado una iglesia más que para algún compromiso, más funerales que bodas, pero
nunca comuniones ni bautizos.
Quiero decir con esto que los sentimientos religiosas o la
ausencia de ellos no se imponen ni se dejan de imponer, porque los sentimientos
religiosos se refuerzan o disipan en función de la experiencia de cada uno y
que la verdadera grandeza del laicismo radica en que los estados respeten la
libertad individual de sus ciudadanos para creer o no creer y, naturalmente,
para exhibir los símbolos de su fe, sin ofender ni coaccionara los demás sus
símbolos, también en el celo para que los espacios públicos, no las personas
que trabajan en ellos, permanezcan neutrales, sin que símbolos, del tipo que
sean, cuelguen de sus paredes.
Otra cosa es que el velo o cualquier otra indumentaria,
religiosa o no, no estén permitidas en el trabajo, por razones de seguridad o
de higiene. Y lo digo yo que hace apenas año y medio acompañé a mi padre a una
consulta con su cardióloga en una sala presidida por un ostentoso crucifijo que,
a mí, ateo convencido, no hizo más que distraerme y no quiero ni imaginar lo
que le haría pasar a un musulmán. Que conste que no me hubiese importado que la
doctora hubiese llevado colgada una cruz o una estrella de David, porque, en
cierto modo, me estaría hablando de sus creencias. Lo que no me gustó, tentado
estuve de quejarme, fue que el crucifijo presidies, como una bandera en
territorio conquistado, el espacio público de la consulta. Otra cosa sería
hablar de aquellas monjas de tocas como alas delta, presentes en los quirófanos
o en las curas, ofendiendo a la lógica y a la más elemental de las higienes, a
las que aún se puede ver en alguna que otra clínica privada y, no hace tanto,
en hospitales públicos. En estos casos la razón y la salud de los pacientes
habrían de imponerse a cualquier creencia.
En fin, a lo que íbamos, creo que no es buena idea imponer
nuestros símbolos a los demás, del mismo modo, tampoco lo es prohibírselos a
los individuos, porque creo que, en el fondo, con esa prohibición aceptada
ahora por el Tribunal de Luxemburgo, lo que se establece es una forma de
discriminación.
Yo nunca entraría en un Corte Inglés con crucifijos o medias
lunas en las paredes, pero no me sentiría ofendidos ni coaccionado si me atendiese
un dependiente con hábito o una empleada con pañuelo. Lo malo es prohibir o
imponer, por eso adoro ese eslogan paradojo de mayo del 68, aquel
"Prohibido prohibir".
1 comentario:
Ciertamente tienes razón...
Publicar un comentario