miércoles, 15 de marzo de 2017

PROHIBIDO PROHIBIR


Quienes tenemos hijos, quienes hemos sido jóvenes, quienes hemos sido niños sabemos muy bien que nada hay más excitante que lo prohibido, que la mejor manera de reforzar un deseo es negárselo al que desea. Pues bien, esto que parece tan sencillo d entender, basándose, incluso, en la propia experiencia, porque la reacción contra el límite forma parte de lo más elemental del proceso de formación del carácter humano no parecen haberlo entendido determinadas empresas, determinados gobiernos y, ahora, el tribunal de Luxemburgo, la más alta instancia de la justicia europea, que, acaba de reconocer el derecho de las empresas a prohibir a sus trabajadoras el uso del pañuelo islámico y el velo en horario laboral.
Yo, que estudié en un colegio de barrio ni público ni religioso, cuyas aulas presidían el crucifijo y un retrato del dictador, yo que nací en una familia "normal", de esas con un padre agnóstico que no sabe que lo es y una madre más o menos beata, porque, dice, es lo que le enseñaron, no he desarrollado el más mínimo apego por la iglesias católica, sus enseñanzas y sus ritos y, pese a haber sido bautizado, confirmado y pese a haber hacho "la primera comunión", me casé por lo civil y en pleno Rastro, dejé a mi hija "morita", porque no la pasé por la pila bautismal y, desde que dejé de tener miedo, que no fe, porque nunca la tuve, no he pisado una iglesia más que para algún compromiso, más funerales que bodas, pero nunca comuniones ni bautizos.
Quiero decir con esto que los sentimientos religiosas o la ausencia de ellos no se imponen ni se dejan de imponer, porque los sentimientos religiosos se refuerzan o disipan en función de la experiencia de cada uno y que la verdadera grandeza del laicismo radica en que los estados respeten la libertad individual de sus ciudadanos para creer o no creer y, naturalmente, para exhibir los símbolos de su fe, sin ofender ni coaccionara los demás sus símbolos, también en el celo para que los espacios públicos, no las personas que trabajan en ellos, permanezcan neutrales, sin que símbolos, del tipo que sean, cuelguen de sus paredes.
Otra cosa es que el velo o cualquier otra indumentaria, religiosa o no, no estén permitidas en el trabajo, por razones de seguridad o de higiene. Y lo digo yo que hace apenas año y medio acompañé a mi padre a una consulta con su cardióloga en una sala presidida por un ostentoso crucifijo que, a mí, ateo convencido, no hizo más que distraerme y no quiero ni imaginar lo que le haría pasar a un musulmán. Que conste que no me hubiese importado que la doctora hubiese llevado colgada una cruz o una estrella de David, porque, en cierto modo, me estaría hablando de sus creencias. Lo que no me gustó, tentado estuve de quejarme, fue que el crucifijo presidies, como una bandera en territorio conquistado, el espacio público de la consulta. Otra cosa sería hablar de aquellas monjas de tocas como alas delta, presentes en los quirófanos o en las curas, ofendiendo a la lógica y a la más elemental de las higienes, a las que aún se puede ver en alguna que otra clínica privada y, no hace tanto, en hospitales públicos. En estos casos la razón y la salud de los pacientes habrían de imponerse a cualquier creencia.
En fin, a lo que íbamos, creo que no es buena idea imponer nuestros símbolos a los demás, del mismo modo, tampoco lo es prohibírselos a los individuos, porque creo que, en el fondo, con esa prohibición aceptada ahora por el Tribunal de Luxemburgo, lo que se establece es una forma de discriminación.
Yo nunca entraría en un Corte Inglés con crucifijos o medias lunas en las paredes, pero no me sentiría ofendidos ni coaccionado si me atendiese un dependiente con hábito o una empleada con pañuelo. Lo malo es prohibir o imponer, por eso adoro ese eslogan paradojo de mayo del 68, aquel "Prohibido prohibir".

1 comentario:

Mark de Zabaleta dijo...

Ciertamente tienes razón...